Cansado de sacrificar ministros de Economía, en el intento por frenar la hiperinflación que nació en la recta final del gobierno de Alfonsín y fracasado el Plan BB, como supuesta locomotora de la recuperación de los números, el menemismo entregó el país a Washington. A cambio de estabilizar todas las variables y tranquilizar los mercados, para después sedar a la política, Menem-Cavallo (presidente y canciller) dedicaron una prueba de amor singular a sus nuevos dueños. El envío de naves y hombres a la Guerra del Golfo, selló el regreso de Argentina a la “libertad” y el país se dispuso a escuchar órdenes del nuevo orden mundial. Después de estar al servicio de la OTAN, la misma que 11 años antes derrotó a las Fuerzas Armadas argentinas en Malvinas, la convertibilidad nos dejó sin moneda y por lo tanto, sin soberanía política. Se puso en marcha una década de equilibrio imaginario bancado a fuerza de deuda externa, que estalló en diciembre de 2001 y murió el 6 de enero de 2002, con la derogación de la Ley de Convertibilidad.
La Ley de Convertibilidad (23 928) fue sancionada por el Congreso el 27 de marzo de 1991, impulsada por la misma sociedad que determinó el envío de dos naves al Golfo, tres meses antes. Pero con una novedad. Menem seguía siendo el jefe de Estado, pero Cavallo había pasado de Canciller a ministro de Economía.
La hija de la “tablita” del Proceso terminó de destrozar culturalmente la relación del trabajador y la clase media, con su propia moneda. Estableció una convivencia cambiaria fija, entre los billetes nacionales y los estadounidenses, a razón de 1 dólar por cada 10.000 australes. Exigió, en primer lugar, la existencia de respaldo en reservas del circulante, por lo que se restringió al máximo la emisión monetaria.
Comenzó de esta manera, la absurda era de la sobrevaluación del peso. El establishment le contó a la población que no había riesgos, que todo estaba controlado y la mentira de la ortodoxia, enmascaró todos los riesgos que estallaron casi 11 años después.
Millones de crédulos quedaron desarmados, frente a un Cavallo de discurso místico. El ministro invitaba a un nuevo “Síganme, que no los voy a defraudar”, invitándote a creer que ese papelito sin valor en el que se había convertido el billete argentino, pasaba a tener la misma estatura que la moneda más importante del planeta. Y paralelamente, mataba para siempre “salariazo” y “revolución productiva”.
“Mi compromiso es con los argentinos, a través de Ley de Convertibilidad, que como yo he dicho va a estar en vigencia por muchas décadas en la Argentina. Estamos inaugurando un período que yo calculo tendrá como mínimo seis décadas de estabilidad y de progreso, equivalentes a las que se dieron desde fines del siglo pasado hasta la gran recesión de los años ’30 y que esperamos, incluso, que no termine en una gran recesión como fue la del ‘30”, Domingo Cavallo y la predicción fallida, para pintar el futuro menos deseado. La crisis del final significó un saldo repleto muerte e indicadores negativos: 39 asesinatos, 24% de desocupación, 53% de argentinos debajo de la línea de pobreza, destrucción del aparato productivo y 14 cuasimonedas.
La paridad del austral y luego del peso, con el dólar desactivó la competitividad de la industria nacional e invitó al capital a multiplicar importaciones en detrimento de la producción local. El resultado final fue el índice de desocupación más grande de nuestra historia.
Durante la década del ’90, la convertibilidad garantizó, a través de deuda externa, dólar barato para los especuladores, mientras el Estado facilitaba la fuga de divisas.
El país, atado de pies y manos, se transformó en un enfermo terminal sin fecha de vencimiento. La falta de respuestas frente a una crisis de deuda, propia o ajena, nos condenó a un estado de vulnerabilidad extremo. Cuando el “Efecto Tequila” se llevó todo por delante, se generó una fuerte salida de capitales y un crudo aumento del desempleo. Sin independencia económica, los problemas de México fueron los nuestros. El último capítulo de la convertibilidad significó una agonía de cinco años intentando salvar a un incurable y comprometiendo, en ese proceso, los pocos recursos que quedaban. Durante toda la década del ‘90, la participación de los trabajadores descendió del 50 al 20%.
En el capítulo final de la convertibilidad, la Alianza se encargó de sumar los últimos 95 mil millones: Blindaje (40 mil) y Megacanje (55 mil).
Los últimos actos del gobierno de Fernando de la Rúa, fueron ruinosos para el país. Dos saltos al vacío que sumaron a la deuda externa casi 100 mil millones de dólares y que lo asfixiaron políticamente. El Fondo Monetario Internacional exigió reforma previsional, racionalización de la administración pública, reducción del gasto fiscal, reestructuración de la ANSES y del PAMI y desregulación de las obras sociales. Y fundamentalmente, le pedían que impulse la firma del Compromiso Federal para el Crecimiento y la Disciplina Fiscal: congelaría el gasto primario público de la Administración Nacional y Provincial. El Fondo ocupaba el Ministerio de Economía y también la Casa Rosada.
La Alianza convocó a Cavallo a salvar a la del naufragio, pero sin respaldo del FMI para sobrevivir, se encargó de ordenar la liquidación de la Argentina. Primero “corralito”, después “corralón” y por último bancarizó la vida de todos los trabajadores, a través de cuentas sueldos que lentamente se transformaron para la clase media, en opciones de tarjetas de créditos, préstamos personales y plazos fijos, en pesos o en dólares.
En diciembre, cada argentino debía 3800 dólares. La deuda externa era de 180 mil millones, gracias a los verdes que se importaron para estirar todo lo posible aquella paridad ficticia con el dólar. En los últimos tres años, la pobreza había aumentado más del 12% y tres, de cada diez trabajadores, estaban desocupados.
Una Argentina en la puerta del cementerio, que dependía de la financiación extranjera y tenía el 97% de su deuda externa en dólares.