Guerra de Malvinas: El fin de la dictadura 1980-81 (Primera parte)

El neoliberalismo bajó a América del Sur, cuando Milton Friedman (1912-2006) encontró en el golpe de Estado que terminó con el gobierno y la vida de Salvador Allende, las condiciones indispensables para radicar por un rato largo, la teoría económica que amasó desde finales de los ’60 en la Universidad de Chicago.
El gran enemigo de la teoría keynesiana, el verdugo de la industria nacional latinoamericana, sentenció que el pleno empleo y el consumo popular, eran los supremos aceleradores de la inflación. A ese planeta ideal que imaginaba el padre de las privatizaciones, el gran fundamentalista del monetarismo y el libre mercado; le sobraban centenares de millones de habitantes, relacionados directa o indirectamente con el trabajo manufacturero.
Asesor de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, Friedman depositó en ellos y en sus herederos directos, la responsabilidad de sostener la supremacía occidental durante dos décadas.
Los «Chicago Boys» hablaban con sentido bíblico para los países del Tercer Mundo, de la muerte del desarrollo; la destrucción de derechos políticos, laborales y sociales; la desnacionalización de los recursos estratégicos; la extranjerización del capital nacional y la deuda externa como única tabla de salvación. Medidas que a principios de la década del ’70, no eran aplicables en las democracias latinoamericanas, por su  incompatibilidad genética con el sistema. La libertad de mercado activa automáticamente la “división internacional del trabajo” y esos roles históricamente inalterables, concentran riqueza para unos, porque multiplican pobreza para otros.
Cuando la política cede ante el poder del dinero, se activan engranajes “naturales” que responden al peso y talla de los estados. El dueño del crédito es el propietario de todas las variables económicas y cuando la deuda ocupa el centro de la escena, la conducción de un país cambia de manos.
En los ’60, la generación nacida en el marco de la Segunda Guerra Mundial, se ensambló con los sobrevivientes de sueños viejos y de esa mixtura, resultó un protagonista colectivo que ya no entendería a la paz, divorciada de la justicia. En ese momento, en el “patio trasero” del imperio que autorizó la Cumbre de Yalta, se mezclaron la resistencia veterana con los nuevos revolucionarios.
El planeta había cambiado mucho. Convivía desde 1959 con la Revolución cubana, el Concilio Vaticano II, la encíclica “El progreso de los pueblos”, la independencia de las colonias europeas en Africa, Vietnam, el Mayo francés y el Cordobazo.
El socialismo chileno, encendió la primera alarma roja en la Casa Blanca. Ganar una elección con las reglas de juego de la formalidad republicana del “mundo libre”, empantanaba los valores exclusivos de la derecha en plena “Guerra fría”.


La necesidad de terminar lo antes posible con la amenaza del socialismo sudamericano, jaqueó al gobierno apenas terminó el recuento de votos en el Colegio Electoral que le dio la presidencia en 1970 al “senador vitalicio”. El médico que había esperado casi toda su vida, para tomar las riendas del cobre a través de la voz de las urnas, había convencido al 37% de sus compatriotas.
La sociedad Nixon-Kissinger, decidió que el final de la experiencia tenía que ser tan traumática como aleccionadora y acordaron que el futuro debía llegar para quedarse, de la mano de una contrarrevolución cultural impulsaba por el neoliberalismo. La CIA, las Fuerzas Armadas chilenas y las páginas de “El Mercurio”, se encargaron de demonizar al presidente ante una clase media espantada por discursos de igualdad, para después bombardear La Moneda.
A partir del 11 de septiembre de 1973, la multiplicación de dictaduras fue una necesidad continental del capital. Importar productos elaborados y bajar las persianas de las fábricas, era una jugada que solo se garantizaba con represión al servicio del control social. Sin obrero industrial, no había trabajo. Sin manufacturas nacionales, no existía independencia económica. Sin moneda fuerte, la soberanía política se degradaba.
Auspiciaron la impunidad de la “bicicleta financiera” con la que se enriquecieron los obscenos capitales golondrina y parieron el primer gran proceso de endeudamiento externo alocado, que hipotecó para siempre tres o cuatro generaciones.
En síntesis, por primera vez desde 1976, la hegemonía del crédito y las finanzas, se impusieron al modelo de producción manufacturera. La deuda fue un espejismo. La “solución” coyuntural generó una absurda sensación de tranquilidad y cuando la crisis se presentó en sociedad, los países la tenían a cinco centímetros de su nariz…   
A través del equipo de José Alfredo Martínez de Hoz y con David Rockefeller como garante ante Washington, la teoría de Friedman arribó a estas costas en 1976 justo cuando el economista estadounidense ganó el Premio Nobel de Economía. Un perverso acto de auto legitamación de la derecha, para transformar en benefactor al que decidió la creación de millones de excluidos.  
Argentina venía de una década con números muy impactantes, cifras de producción y trabajo que entre 1964 y 1974, generaron la segunda gran etapa de crecimiento, luego de aquella “séptima economía del mundo” sin distribución de la riqueza, desde finales del siglo XIX, hasta la última presidencia de Julio A. Roca.
Había germinado la semilla del primer peronismo y la fuerza de la sustitución de importaciones, siguió su camino a pesar de todo. Sobrevivió al ingreso al FMI de la mano de la “Libertadora”, a las tibias “democracias” con mayoría proscripta y a la dictadura liberal que los militares bautizaron “Revolución Argentina” (Onganía-Levingston-Lanusse), con ministros como Salimei, Krieger Vasena y Dagnino Pastore.
A partir de José Ver Gelbard, el proyecto de país tuvo una nueva oportunidad para demostrar su nobleza. Se sentaron las bases del Pacto Social y con marchas y contramarchas, con decisiones trascendentes y contradicciones profundas en el resto del gabinete; el rumbo de la economía argentina lo marcaba su creciente capacidad industrial. Masa obrera, pleno empleo, salarios fuertes y consumo interno vigoroso. Demanda comercial, para que hubiera demanda manufacturera.
Tras la muerte de Perón, esa amarga sensación de gran orfandad política que  reinaba en propios y extraños, quedó en manos de la Triple A y las corporaciones.
El fin de la matriz productiva fue el gran eje del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. Reemplazaron el laburo a tres turnos, por un sistema rentístico financiero. Despojados de economía genuina, el norte le ordenó al sur vivir tomando préstamos imposibles de devolver. Un oasis millonario que generaba una eterna dependencia política.

Cuando el primer proceso de endeudamiento externo alocado, no alcanzó para tapar los baches que dejó la ausencia de la economía real, ninguna medida podía resucitar a la Argentina.
Custodiado por el terrorismo de Estado, apareció el país de la renta bancaria, la “Plata dulce”, el importado, la dolarización de la cotidianeidad y la extranjerización de los recursos. En una Argentina que venía del pleno empleo, que solo tenía un 2,7% de desocupación, el reinado de Joe tuvo al terrorismo de Estado como columna vertebral. “En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”, sentenció profético Rodolfo Walsh en su Carta a la Junta Militar, del 24 de marzo de 1977.
La pobreza rozaba el 8%, el 80% de los obreros estaban registrados y sindicalizados, la participación de los trabajadores en el PBI, era cercana al 48% y la deuda externa, era de 7 mil millones de dólares. Fueron necesarios, para sostener cuatro años de destrucción salvaje de fábricas a tres turnos, la desaparición de 30 mil y más de 300 centros clandestinos de detención, tortura y muerte. Sin “doctrina francesa”, habrían sido imposibles, “Patria financiera” y “Plata dulce”. 
En 1979 la Reserva Federal estadounidense, provocó un fuerte aumento de las tasas de interés, alterando todos los mercados del mundo. Cuando el crédito pasó a ser caro y escaso, quedó en evidencia la fragilidad técnica de las medidas adoptadas por el equipo de Martínez de Hoz y se amplificaron los desequilibrios macroeconómicos que estuvieron prolijamente maquillados un par de años. Mientras el contexto internacional fue favorable, el financiamiento externo escondió la miseria nacional.
Durante casi todo 1980, se produjo la agonía de la “Patria financiera”. Con el paraíso especulativo convertido de repente en un infierno, un año después la dictadura ya no tenía signos vitales.
Cuando estalló la burbuja económica, el “Proceso” prolongó su final hasta donde pudo con Malvinas y luego le tiró el país por la cabeza al campo nacional y popular. Como siempre…
Diciembre del ’83. Un país quebrado, encadenado a los centros financieros de poder, con su tejido social destrozado y algunos daños irreparables. Una Argentina mal herida por vuelos de la muerte, robo de bebés, desparecidos, 649 muertos en la guerra, exilio y censura, caminaba entre los escombros del derrumbe con destino incierto.

Thatcher y la restauración conservadora

Posiblemente la mejor definición sobre sus “cualidades”, quedaron documentadas en una nota del departamento de personal de ICI, una compañía química que en 1948 rechazó la solicitud de empleo de la entonces Margaret Roberts: «Esta mujer es testaruda, obstinada y peligrosamente terca».
Thatcher ingresó a la política británica en 1959, cuando se transformó en diputada por Finchley, barrio del municipio de Barnet, al norte de la capital inglesa. En el ‘67 se sumó al gabinete de Harold Wilson, que entonces lideraba la oposición a los laboristas gobernantes. Con la victoria del conservador Edward Health en las legislativas de 1970, Thatcher fue nombrada secretaria de Estado de Educación y Ciencia. Dejó el cargo cuando los laboristas regresaron al poder en 1974.
En febrero del ‘75, Thatcher dio un gran salto interno, cuando fue nombrada titular del Partido Conservador.
3 de mayo de 1979. La derecha derrotó a los laboristas en las elecciones legislativas del Reino Unido y por primera vez en la historia de Inglaterra, una mujer se transformó en jefa de Gobierno. Margaret se consagró primera ministra a los 54, paradójicamente de la mano de un sector que se opuso sistemáticamente al voto femenino durante décadas y mientras ella subestimaba al feminismo sin importarle las consecuencias: “¿Qué han hecho los movimientos de liberación de la mujer por mí? Algunas mujeres nos habíamos liberado antes de que a ellas se les hubiera ocurrido pensar en ello”.
Llegó al poder montada sobre la crisis de empleo, que creció en el invierno 1978-1979; período bautizado como el “Invierno del descontento”. Convenció a millones de trabajadores de votar en contra de sus propios intereses, de la mano del slogan “No hay alternativa”. Paradójicamente, la enemiga pública número 1 de los sindicatos británicos, fue la elegida por muchos desclasados para generar empleo.
La “Dama de hierro” sobrevivió 11 años, por encima de la impopularidad de sus medidas, eludiendo el daño social que implicaron ajustes inéditos sobre las áreas destinadas a la contención de los más vulnerables.Desde el 10 de Downing Street, desarrolló un plan de “ahorro” basado en profundos recortes económicos-sociales, flexibilización laboral y privatizaciones.
Acumuló poder de la mano del voto popular, muy a pesar de ser la madre de la destrucción del “bienestar”, a través de medidas de extrema crueldad
en las que el Estado siempre era el problema y el mercado la solución.

«Tuvimos que echar al enemigo de las Falklands. Siempre tenemos que estar pendiente del enemigo que está dentro, que es más difícil de combatir y más peligroso para la libertad» (Mensaje de Thatcher, durante la huelga de mineros de 1984-1985).

Los años la convirtieron, en la conductora que más tiempo logró mantenerse en el cargo. Muy fuerte ante los más débiles y durísima con asalariados, pobres y marginados; abanderada de un neoliberalismo que buscaba dar lecciones planetarias desde Londres. Antieuropea, pero fundamentalmente enemiga de Alemania.
En 1985, cruzó el límite de posiciones políticas que muchas veces olían a fascismo, cuando enfrentó a Isabel II oponiéndose a imponer sanciones al régimen racista del apartheid sudafricano.
Junto a Reagan conformaron la sociedad perfecta para llevar adelante una profunda restauración conservadora, que hizo triángulo en la vocación anticomunista de Juan Pablo II para terminar con la Unión Soviética, e iniciar la era unipolar de predominio universal del capitalismo. La cuarta pata de aquella mesa, fue el encargado de tirar del mantel: Mijail Gorbachov.
La alianza fue tan personal, como política. Margaret Thatcher y Ronald Reagan formaron el dúo que revitalizó a la fase caníbal del capitalismo y rejuveneció la eterna cooperación estratégica entre Estados Unidos y el Reino Unido. Coincidieron en una agenda de reducción del gasto social y le entregaron todo el poder a las corporaciones. Le marcaron la cancha a Occidente para el próximo cuarto de siglo, a través de un dogma “local” que levantaron como doctrina global.
Francia y Alemania, ante el temor de una fuga masiva de capitales hacia las potencias donde los activos financieros se multiplicaban sin control, generaron a contrapelo medidas similares. Por entonces nacieron los paraísos fiscales, una forma de institucionalizar el modo de guardar bajo tierra, fortunas generadas por la ilegalidad o la evasión.
Solo tuvieron un leve roce durante la Guerra de Malvinas. En los primeros días de abril del ’82, Reagan buscaba el camino para conservar su relación con la dictadura argentina; mientras Thatcher necesitaba pulverizarla, para recuperar su popularidad. El conflicto no tuvo como actor a la URSS, la lucha no contagió a los enemigos del capitalismo, no se conmovió el delicado tablero de la Guerra fría y los costos geopolíticos fueron menores, casi insignificantes. Prueba superada.  
Los números de Gran Bretaña no encontraban cura en el veneno neoliberal. Los hachazos proyectados en el presupuesto naval de junio del ‘81, prueban que también en Inglaterra entendieron imprescindible despojar a la abuela de alguna de sus joyas. En ese ajuste, estaba su flota. Si la recuperación de Malvinas se hubiese llevado a cabo a fines del ‘82, Londres seguramente no hubiera contado con los dos portaaviones que envió al conflicto. Los conservadores, ya habían anunciado la jubilación del “Hermes” y el “Invencible”.
Gran Bretaña confirmó en julio, que la armada británica “abandonará Malvinas”, en los próximos meses. A partir de ese momento, comenzó una discusión fogoneada por los kelpers, que generó en diciembre una dura posición del Parlamento británico, instando al Gobierno a mantener la presencia de la marina real en el Atlántico Sur, acceder a los «deseos de los isleños» y desarrollar los intereses británicos en la región.

2013. Gran Bretaña realizó un absurdo plebiscito para preguntarle a una “población implantada”, si deseaba o no, seguir siendo un territorio dependiente del Reino Unido. La victoria del Sí, fue del 98,8%. El doble standard inglés en todas las votaciones en la historia de Naciones Unidas, sobre la autodeterminación de los pueblos, marca qué nada amenaza con cambiar su histórica posición al respecto. 
Le preguntaron a los kelpers: “¿Desea usted que las Islas Falklands retengan su actual estatus político como territorio de ultramar del Reino Unido?”. 1.513 votaron sí y tres optaron por la negativa.
Después de la consulta, el Grupo Clarín editó un libro de una de sus periodistas, Natasha Niebieskikwiat: “Kelpers: Ni ingleses, ni argentinos”. El texto amparó la ocupación británica hablando de autodeterminación. Como opositor al kirchnerismo, jugó como de costumbre una posición funcional al imperio invasor.
En 2002, Londres montó algo similar en Gibraltar. El Gobierno del Peñón celebró un referéndum en el que la mayoría de la población rechazó la soberanía compartida entre los gobiernos de España y Gran Bretaña, después de haberse alcanzado un acuerdo a nivel bilateral entre ambos países. El Reino Unido, declaró que jamás hubiera llegado a un acuerdo de soberanía sin la voluntad «del pueblo y del Gobierno de Gibraltar».

1981 fue un año políticamente muy difícil, para la intransigencia del “thatcherismo”, que con ese manual de estilo blindado bajo el brazo, se encargó de profundizar conflictos que acumulaban siglos. El 1 de marzo, los detenidos del IRA decidieron iniciar una huelga de hambre. La protesta pasó a la historia como la lucha por las “Cinco demandas”: derecho a no vestir uniformes presidiarios; derecho a no realizar trabajo en prisión; derecho a la libre asociación con otros presos y a la organización de actividades educativas y recreativas; derecho a una visita, carta y paquete por semana y plena restitución de la remisión perdida durante la protesta. Los prisioneros del imperio británico buscaban ser reconocidos como presos políticos.
Pocos días después, murió el parlamentario Frank Maguire y para ocupar su banca, se llevaron a cabo en abril de 1981, nuevas elecciones en la circunscripción de Fermanagh y Tyrone Sur. Este lugar vacante, en una zona con mayoría católica, se transformó en una gran oportunidad para lograr la unidad de la comunidad republicana a través de Robert Gerard Sands (Ejército Republicano Irlandés). Bobby estaba preso en la cárcel de Maze y para no dividir fuerzas, socialdemócratas y laboristas decidieron retirarse de la campaña.
Sands fue proclamado candidato y en una elección polarizada, se convirtió en el miembro más joven del Parlamento Británico. Consiguió el escaño el 9 de abril, con 30.493 votos frente a los 29.046 de Harry West, el representante del Partido Unionista del Ulster.
Tras la victoria del IRA, el Gobierno de Margaret Thatcher aprobó el Acta de Representación Popular, que impedía la nominación como candidatos de aquellos prisioneros con condena de más de un año, tanto en el Reino Unido como en la República de Irlanda. La ley fue aprobada rápidamente, para evitar que otros huelguistas pudieran convertirse en diputados.
El 11 de abril comenzaron tres días de disturbios en Brixton, en el sur de Londres y el 21 estalló una violenta represión en la ciudad norirlandesa de Derry, luego de los funerales de los jóvenes católicos James Brown (18) y Gary English (19), que murieron arrollados por un vehículo policial durante una manifestación.
22 de abril, día 53 de ayuno. Fuentes del IRA comunicaron que Sands estaba casi “ciego y sordo”. Bobby murió el 5 de mayo, en el hospital de la cárcel, tras 66 días en huelga de hambre a los 27 años. El informe original sentenció que la causa de su deceso había sido «inanición auto impuesta». Las protestas de los familiares generaron que en el documento solo figure «inanición».
Dos días después, el entierro de Sands congregó en Belfast a cerca de 100.000 personas. El féretro cubierto con la bandera tricolor republicana, una boina y unos guantes negros, fue conducido a hombros de familiares y miembros del Sinn Fein hasta un coche. Una larga procesión de cinco kilómetros reunió a católicos de todos los confines de la isla.

El 8 de julio, luego de 61 días de ayuno, murió en la cárcel de Maze, Joseph McDonnell, quien inició su protesta cuatro días después de la muerte de Bobby Sands. Fue la quinta muerte, producto de huelgas de hambre. 
El pueblo se lanzó a la calle y se desató la represión. John Dempsey (16) fue la víctima número 27, sumando civiles y fuerzas de seguridad. Se desataron disturbios en 12 ciudades de Gran Bretaña, protagonizados por jóvenes inmigrantes y desocupados. 40 heridos y 350 detenidos.
A mediados de agosto, nuevos choques de manifestantes con la policía, en Liverpool y Sheffield.
El 20 de agosto, murió el décimo ayunador irlandés y el 3 de octubre, se levantaron las huelgas de hambre en Irlanda.

A principios de 1982, la imagen positiva de Thatcher apenas superaba el 30%. Al año siguiente y a pesar de haber logrado los peores datos en materia de empleo de la última década, consiguió un segundo mandato. La reparación del orgullo del viejo león imperial terminó por imponerse al bolsillo, al desempleo y a la incertidumbre que ofrecía un neoliberalismo mesiánico.
La victoria de 1987, estuvo ligada a un fuerte crecimiento económico, pero sin distribución de la riqueza. El proceso de concentración casi feudal empezaba a agotarse. En el ‘90 su popularidad era tan baja y su oposición a la integración británica en la UE tan fuerte, que se vio obligada a dimitir como líder del Partido Conservador.
El 22 de noviembre se presentó en el Palacio de Buckingham y le informó su decisión a Isabel II. Su última pelea, fue no reemplazar a la libra por el euro.
El final llegó cuando estableció el “polltax”, un impuesto que rigió primero en Escocia (1989) y luego en Inglaterra y Gales (1990). Todos pagaban la misma tasa, sin importar su ingreso. Para Margaret Thatcher, los impuestos progresivos constituían una discriminación a favor de los pobres…
Murió el 8 de abril de 2013, a los 87 años. Su funeral se convirtió en la última batalla personal de la Guerra de Malvinas. Londres informó que Cristina Fernández de Kirchner, no fue invitada a la ceremonia en la catedral de San Pablo de Londres, el 17 de abril. La familia de Thatcher había vetado la asistencia al funeral de funcionarios argentinos. No obstante, el primer ministro David Cameron pidió la presencia de la embajadora Alicia Castro, siguiendo el protocolo que marca que deben ser invitados los representantes de todos los países con los que el Reino Unido mantiene relaciones diplomáticas… («Malvinas 1982: La cuarta guerra contra el imperio británico»).